h1

Crónica: «Cementerio de la tecnología»

marzo 26, 2010

Por: Paola Dongo

Esqueletos de televisores en blanco y negro, cables eléctricos que trepan entre lustradoras oxidadas, radios de madera abandonados en viejos anaqueles, un tocadiscos rojo, reproductores de casetes cubiertos de polvo, tubos al vacío, transistores: El siglo XX y sus artefactos. Durante más de medio siglo de trabajo, miles de aparatos desahuciados se han apoderado del taller de reparación de José Santos Pulido, un técnico electricista cuya vida profesional ahora parece resumirse en una interrogante: ¿Qué debe hacer él con esos artefactos cuyos dueños hace tiempo los dejaron, pero que a veces, hasta veinte años después, reaparecen para recuperarlos como parientes preocupados? Son cientos. Tres habitaciones llenas de artefactos que Pulido jamás podría terminar de reparar. Tiene casi noventa años y, cada mañana sin falta, él abre su local en Barranco, se sienta en una banca de madera, revisa sus viejos manuales de electrónica y repara. Sí, Pulido es de los pocos, según cuentan sus vecinos, que sabe cómo reparar hasta dejar “como nuevos” aquellos aparatos que ya nadie quiere recibir. Pulido repara, pero también espera.

Un día de fines de los ochenta, un joven llamó a la puerta de su taller. Traía consigo dos pesados parlantes de casi un metro de altura, enchapados en madera, envejecidos y achacosos. Aquellos parlantes habían pertenecido a los padres del cliente y animado sus fiestas familiares durante años pero, a la muerte de sus dueños terminaron desterrados en un rincón de la sala, cubiertos con un mantel y convertidos en mesas. Pulido recuerda el diagnóstico con claridad: cambiar dos repuestos y un servicio de mantenimiento de rutina. El joven pagó por adelantado y le exigió al técnico que tuviera especial cuidado con la herencia. Pulido le entregó un comprobante de papel. El cliente debía volver la semana siguiente a recoger el trabajo listo.

El día convenido, los parlantes esperaban relucientes junto a la puerta del taller. Pero el joven no llegó esa vez. No lo hizo la tarde siguiente, ni una semana después, tampoco el resto de aquel año. Quince años más tarde, Percy, el hijo de Pulido, atendió a un hombre maduro que, con un comprobante arrugado y amarillento en la mano, había llegado a recoger sus antiguos parlantes de madera. ¿Dónde estaban? El cliente levantó televisores, movió enormes radiolas, desordenó cables. Media hora después, los encontró. Estaban ocultos bajo un amplificador, cubiertos de polvo. Habían envejecido, pero al hombre eso no parecía importarle mucho. Tranquilo, salió del taller. «En unos días regreso por ellos», recuerda Percy Pulido que le dijo ese extraño cliente antes de que subiera a su automóvil y se perdiera al final de la calle. Pero el cliente nunca más volvió.

Nadie vuelve. En la vida de José Santos Pulido aquel episodio es una rutina laboral: los clientes llegan con sus reliquias electrónicas, le explican que son joyas familiares, le piden que los repare con cuidado. Pero no regresan más. Ni una llamada. Ni una visita. Así pasan muchos años. Así su taller se ha llenado de aparatos desahuciados, de esos trastos de silicio, plástico y madera. Y Pulido, técnico electrónico, esposo de una mujer de casi ochenta años que lo espera cada tarde con el almuerzo caliente, rostro de abuelo disciplinado, memoria prodigiosa para recordar a los clientes, sigue acudiendo a su taller cada mañana para envejecer junto a esos aparatos a los que, ya arreglados, sólo puede brindarles compañía.

Percy recuerda que una vez su padre enfermó y tuvieron que internarlo en una clínica. Dos días después, el taller estaba lleno de clientes. Un vecino que se había enterado de la noticia no dudó en contárselo a todo el barrio. Los dueños de los aparatos abandonados se arremolinaban para intentar recuperarlos. Días más tarde, José Santos Pulido, que es un hombre fuerte, regresó sano al trabajo y sus clientes, al saberlo, volvieron a confiarle «la reparación» de sus reliquias.

Esta mañana Pulido viste un pantalón gris, un suéter grueso y una boina, y pasea por un rincón de su taller y, como un viejo guardián habituado a las sorpresas de la memoria, señala:
–Televisor marca SONY, con proyección en blanco y negro. Lo dejó un general del ejército por el año 1988. Tenía problemas con el encendido y el apagado. Además, la imagen se había deteriorado y había que regularle el brillo.

Varios años después –recuerda Pulido– leyó en un diario que aquel militar había muerto. Sin embargo, él sigue guardando el televisor de aquel cliente imposible por una sencilla razón: El artefacto ya está reparado. Y este parece un credo de honestidad profesional.

Entre su involuntaria colección de artefactos, destaca un radio de color rosado. Pulido lo toma con cariño y recuerda los problemas que le causó hace más de treinta años. Entonces tenía un buen cliente que le daba mucho trabajo y pagaba con puntualidad. Un día éste le llevó aquel radio portátil, le dijo que era de su novia y le pidió que lo reparase cuanto antes. Pulido hizo el trabajo para el día siguiente (sólo había que cambiar las baterías), pero el cliente tardó veinte años en llegar. Cuando lo hizo, ya no era ese joven amable que Pulido recordaba, sino un viejo barrigón, con la ropa desgastada y un comprobante de papel con el que exigía su radio de vuelta. Pulido buscó el artefacto y descubrió que debido a la humedad se había quedado pegado a la pared y parecía un ladrillo más.

El cliente, furioso, denunció a Pulido en la comisaría del distrito. El pleito duró varias semanas y el técnico fue interrogado con rigor.
–Al final me dieron la razón –dice ahora acariciando ese aparato de la discordia–. El comisario me dijo que incluso yo debía cobrarle a ese cliente por los años en que mi taller le sirvió como depósito.
P or supuesto, aquel cliente tampoco volvió. Pulido tampoco quiso cobrarle. Su trabajo, dice, consiste en reparar los artefactos eléctricos.

Un comentario

  1. HOLa a todos. Me parece un gran esfuerzo, paciencia y espacio que tiene este señor que aun tiene esos aparatos.
    Y me asombra la gran viveza de esos clientes que dejan sus aparatos por años y seguro que hasta regatean el precio de la reparación.
    El trabajo debe ser recompesado y por Dios!! que ya tiene 90 años ¿cuanto tiempo va a esperar para que recojan esas cosas?

    SUGIERO, que antes de que terminen en la basura, debiera VENDERLOS. Como la ropa de las lavanderias.
    Por internet se pueden vender muy bien. Las cosas RETRO salen bien, a demás como antiguedades la gente puede pagar sumas astronómicas (en subastas) ya que son pocas las cosas que quedan y que funcionan.

    El derecho de los clientes termina cuando no tienen la consideración al trabajo, el esfuerzo de esas personas y como bien dice lo tienen ahi como deposito. A demás con poner un anuncio en el periodico y en la tienda de que tienen un plazo para recogerlos sino seran vendido soluciona el asunto no?

    saludos



Deja un comentario