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Por mi gran culpa: «Mi radio cumbia»

marzo 26, 2010

Por: Renato Cisneros
Ilustración: Robotv

En mi mesa de noche descansa desde hace años un viejo minicomponente Panasonic que de mini no tiene nada. Es enorme. Pero como su doble casetera ya no tiene ninguna utilidad, y su reproductor de discos compactos es un desastre, porque hay que soplarlo varias veces antes de colocar un CD, el mastodóntico artefacto –lleno de inútiles botones y perillas– solo me sirve como una radio cualquiera.

Siempre que regreso de noche a casa cumplo el mismo ritual: entro a mi cuarto, prendo la luz, dejo el maletín en un sillón y enciendo el aparato, donde tengo cuatro estaciones programadas: Radio Capital, RPP, Oxígeno y Filarmonía. Dependiendo de mi humor, me gusta realizar las últimas tareas del día en compañía de las noticias, de algún hit ochentero o de, qué sé yo, una zarzuela. Activar el viejo Panasonic supone encontrarme únicamente con alguna de esas tres posibilidades. Bueno, suponía.

Una noche, hace un par de semanas aproximadamente, algo impensado sucedió. Volvía cansado después de un largo día de trabajo, agobiado por una migraña rebelde, entré al cuarto y al momento de prender la radio me asusté. En vez de escuchar a través de los parlantes un titular informativo, un éxito de The Cure o un concierto de piano, oí una tonada esperpéntica, chillona, tropical, que me dejó especialmente desorientado.

Se trataba ni más ni menos del vocinglero tema “Regresa a mi lado”, cuyo estribillo no era otra cosa que la súplica melosa y delirante de un sujeto sin aprecio por sí mismo que –en el colmo de la subyugación– le imploraba a su chica que lo perdonase por no sé qué estropicio del pasado y volviera con él por lo que más quiera.

Cuando, en medio de mi náusea y petrificación, pregunté en voz alta quién era capaz de cantar semejante cochinada, la propia canción me respondió: “¡Para el Perú y América, her–ma–nos Silva!”. Y cuando, segundos después, ya un poco furioso, renegué diciendo qué emisora de pacotilla era esta que se había infiltrado en mi programación, los hermanos Silva increíblemente volvieron a absolver mi duda con una arenga: “¡Onda Cero, mi radio cumbia!”.

Lo siguiente que hice después de bajar la ruedita del volumen hasta el mínimo posible fue, por supuesto, indignarme. Era obvio que alguien había transgredido mis dominios, manipulando a su antojo mi minicomponente, y –en lo que consideré un grave gesto de desparpajo– se había marchado sin tener siquiera la delicadeza de dejar las cosas como estaban. Neurótico como soy, inicié de inmediato rudas pesquisas y al cabo de un par de días logré que Vicenta, la chica que trabaja en mi casa de mucama, confesara su crimen. “Sí, joven, fui yo, discúlpeme”, me dijo, paradita bajo el dintel de la puerta de mi cuarto, con la cara enterrada en las losetas del piso que con mucho esfuerzo trapea todos los días. Su arrepentimiento, lejos de satisfacer al espíritu maniático y engreído que me llevó a amenazarla si no me decía la verdad, me ablandó por completo. La imagen de la simpática Vicenta barre-que-te-barre, contorneándose al ritmo sandunguero de la cumbia, me produjo un enorme acceso de ternura.

Es por eso que ya no solamente la disculpo cada vez que prendo el Panasonic y me encuentro a los Hermanos Yaipén y su “Lárgate”, o a Marisol y la Magia del Norte con “Canalla”, o a los divertidos Caribeños de Guadalupe (aunque ellos dicen ‘Guadalupé’, colocando una tilde imaginaria en la última letra) con el popularísimo “Yo sin tu amor”. No. Ahora hasta le he agarrado el gusto a muchas de esas letras alegres, despechadas, y no son pocas las veces en que me he sorprendido a mí mismo sacudiéndome bajo la ducha, sometiendo mis robóticas caderas al eléctrico bamboleo de la Terecumbia de Tommy Portugal.

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