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Por mi gran culpa: «Mudanza sentimental»

marzo 26, 2010

Por: Renato Cisneros
Ilustración: Robotv

Dentro de un mes he de mudarme solo. Por fin. Quiero decir, ¿por fin? O sea, ¿en realidad me alegra y me dejar la confortable casa de mi mamá, en la que he pasado los 33 años que llevo de vida? ¿Hablo en serio cuando digo, con vozarrón de adulto hecho y derecho, que ya es hora de romper el cordón umbilical?

Cada vez que alguien me pregunta cuándo me mudo o cómo van los avances de mi departamento, suelo poner cara larga de muchacho autosuficiente, y me deshago en comentarios superados del tipo “menos mal que ya lo están terminando, porque no veo la hora de quitarme”. Leída con detenimiento, esa última frase esconde una verdad: no veo la hora de quitarme, porque no quiero verla.

Bien en el fondo, por mucho que me ilusione tener un espacio más grande y más privado; por mucho que a esta edad me corresponda socialmente irme con mis chivas a otra parte y vivir bajo paredes levantadas con mi sudor y mi dinero, no se me antoja desocupar el refugio materno.

Hacerlo ahorita –o sea dentro de un mes– me reportaría la incómoda sensación de estar actuando precipitadamente. Y si alguna lección he aprendido en todos estos años, es que no me va nada bien cuando me adelanto a los hechos.

Mi nacimiento es una irrefutable prueba de eso. Salí de la panza de mi mamá a los siete meses. Me adelanté. Los médicos inventaron una urgencia y me robaron dos meses –sesenta días y sesenta noches– de aquella calidez de placenta que me correspondía, y hasta donde sé nadie se ha hecho responsable de asumir la deuda psicológica que me dejó tan brutal desalojo. Así que nadie me apure ahora, porque tengo derecho a demorar mi salida lo que se me canten las pelotas.

Lo digo pensando en mi sobrina Adriana, que a sus once años anda jorobándome desde hace meses con que ya es hora de que cambie de domicilio. “¿No te da vergüenza seguir aquí, tío?”, me reta la enana, mirándome como si fuese un alacrán. Lo que ella quiere, obvio, es heredar mi cuarto para montar allí su centro de operaciones y convertirlo en un odioso museo que rinda tributo a la insufrible flacucha de Hannah Montana y a los indeseables revejidos de los Jonas Brothers. Cuando escucho los terribles planes de rediseño que ella tiene para con mi habitación, me dan más ganas de atrincherarme.

Por razones domésticas como esas es que me importa un pepino que mi edificio no se termine de construir todavía. El resto de propietarios están desesperados, puespromesas incumplidas– le den el mismo energúmeno trato que los indignados ciudadanos de Ilave le procuraron hace años a su alcalde, al que redujeron a palos en medio de la plaza de armas del pueblo.

En lo que a mí respecta, pues no me hago paltas. Cada vez que paso frente al edificio que será mi próxima morada, me río al ver que las obras no avanzan ni una pulgada. Levanto la mirada y siempre diviso al mismo par de desconcertados albañiles que, al acusar recibo de mi presencia, se desperezan atarantados y comienzan a lanzarse un ladrillo como para hacer la finta de lo mucho que trabajan.

Algo me dice que los dos se pasan todo el santo día rascándose la ingle y durmiendo sobre las bolsas de cemento. Algo me dice que, solo ante la repentina aparición de alguno de los futuros propietarios, brincan, se ajustan el casco, cogen una espátula o un cincel y fingen los quehaceres propios de la albañilería.

A riesgo de ganarme el anticipado odio de mis vecinos por mi falta de solidaridad, confieso aquí que me da lo mismo si esos obreros haraganes se demoran o se apuran. Yo ando tranquilo y relajado como estoy. Y si no lo he dicho con suficiente claridad hasta este párrafo, pues aquí va mi mensaje: no–quiero–irme–de–mi–casa. Se acabó. La mudanza, antes que inflado del orgullo, me va a dejar turulato de la pena.

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