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Crónica: «Cementerio de la tecnología»

marzo 26, 2010

Por: Paola Dongo

Esqueletos de televisores en blanco y negro, cables eléctricos que trepan entre lustradoras oxidadas, radios de madera abandonados en viejos anaqueles, un tocadiscos rojo, reproductores de casetes cubiertos de polvo, tubos al vacío, transistores: El siglo XX y sus artefactos. Durante más de medio siglo de trabajo, miles de aparatos desahuciados se han apoderado del taller de reparación de José Santos Pulido, un técnico electricista cuya vida profesional ahora parece resumirse en una interrogante: ¿Qué debe hacer él con esos artefactos cuyos dueños hace tiempo los dejaron, pero que a veces, hasta veinte años después, reaparecen para recuperarlos como parientes preocupados? Son cientos. Tres habitaciones llenas de artefactos que Pulido jamás podría terminar de reparar. Tiene casi noventa años y, cada mañana sin falta, él abre su local en Barranco, se sienta en una banca de madera, revisa sus viejos manuales de electrónica y repara. Sí, Pulido es de los pocos, según cuentan sus vecinos, que sabe cómo reparar hasta dejar “como nuevos” aquellos aparatos que ya nadie quiere recibir. Pulido repara, pero también espera.

Un día de fines de los ochenta, un joven llamó a la puerta de su taller. Traía consigo dos pesados parlantes de casi un metro de altura, enchapados en madera, envejecidos y achacosos. Aquellos parlantes habían pertenecido a los padres del cliente y animado sus fiestas familiares durante años pero, a la muerte de sus dueños terminaron desterrados en un rincón de la sala, cubiertos con un mantel y convertidos en mesas. Pulido recuerda el diagnóstico con claridad: cambiar dos repuestos y un servicio de mantenimiento de rutina. El joven pagó por adelantado y le exigió al técnico que tuviera especial cuidado con la herencia. Pulido le entregó un comprobante de papel. El cliente debía volver la semana siguiente a recoger el trabajo listo.

El día convenido, los parlantes esperaban relucientes junto a la puerta del taller. Pero el joven no llegó esa vez. No lo hizo la tarde siguiente, ni una semana después, tampoco el resto de aquel año. Quince años más tarde, Percy, el hijo de Pulido, atendió a un hombre maduro que, con un comprobante arrugado y amarillento en la mano, había llegado a recoger sus antiguos parlantes de madera. ¿Dónde estaban? El cliente levantó televisores, movió enormes radiolas, desordenó cables. Media hora después, los encontró. Estaban ocultos bajo un amplificador, cubiertos de polvo. Habían envejecido, pero al hombre eso no parecía importarle mucho. Tranquilo, salió del taller. «En unos días regreso por ellos», recuerda Percy Pulido que le dijo ese extraño cliente antes de que subiera a su automóvil y se perdiera al final de la calle. Pero el cliente nunca más volvió.

Nadie vuelve. En la vida de José Santos Pulido aquel episodio es una rutina laboral: los clientes llegan con sus reliquias electrónicas, le explican que son joyas familiares, le piden que los repare con cuidado. Pero no regresan más. Ni una llamada. Ni una visita. Así pasan muchos años. Así su taller se ha llenado de aparatos desahuciados, de esos trastos de silicio, plástico y madera. Y Pulido, técnico electrónico, esposo de una mujer de casi ochenta años que lo espera cada tarde con el almuerzo caliente, rostro de abuelo disciplinado, memoria prodigiosa para recordar a los clientes, sigue acudiendo a su taller cada mañana para envejecer junto a esos aparatos a los que, ya arreglados, sólo puede brindarles compañía.

Percy recuerda que una vez su padre enfermó y tuvieron que internarlo en una clínica. Dos días después, el taller estaba lleno de clientes. Un vecino que se había enterado de la noticia no dudó en contárselo a todo el barrio. Los dueños de los aparatos abandonados se arremolinaban para intentar recuperarlos. Días más tarde, José Santos Pulido, que es un hombre fuerte, regresó sano al trabajo y sus clientes, al saberlo, volvieron a confiarle «la reparación» de sus reliquias.

Esta mañana Pulido viste un pantalón gris, un suéter grueso y una boina, y pasea por un rincón de su taller y, como un viejo guardián habituado a las sorpresas de la memoria, señala:
–Televisor marca SONY, con proyección en blanco y negro. Lo dejó un general del ejército por el año 1988. Tenía problemas con el encendido y el apagado. Además, la imagen se había deteriorado y había que regularle el brillo.

Varios años después –recuerda Pulido– leyó en un diario que aquel militar había muerto. Sin embargo, él sigue guardando el televisor de aquel cliente imposible por una sencilla razón: El artefacto ya está reparado. Y este parece un credo de honestidad profesional.

Entre su involuntaria colección de artefactos, destaca un radio de color rosado. Pulido lo toma con cariño y recuerda los problemas que le causó hace más de treinta años. Entonces tenía un buen cliente que le daba mucho trabajo y pagaba con puntualidad. Un día éste le llevó aquel radio portátil, le dijo que era de su novia y le pidió que lo reparase cuanto antes. Pulido hizo el trabajo para el día siguiente (sólo había que cambiar las baterías), pero el cliente tardó veinte años en llegar. Cuando lo hizo, ya no era ese joven amable que Pulido recordaba, sino un viejo barrigón, con la ropa desgastada y un comprobante de papel con el que exigía su radio de vuelta. Pulido buscó el artefacto y descubrió que debido a la humedad se había quedado pegado a la pared y parecía un ladrillo más.

El cliente, furioso, denunció a Pulido en la comisaría del distrito. El pleito duró varias semanas y el técnico fue interrogado con rigor.
–Al final me dieron la razón –dice ahora acariciando ese aparato de la discordia–. El comisario me dijo que incluso yo debía cobrarle a ese cliente por los años en que mi taller le sirvió como depósito.
P or supuesto, aquel cliente tampoco volvió. Pulido tampoco quiso cobrarle. Su trabajo, dice, consiste en reparar los artefactos eléctricos.

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Por mi gran culpa: «El club del tango»

marzo 25, 2010

Por: Renato Cisneros
Ilustración: Robotv

HACE POCO VOLVÍ –NO RECUERDO BIEN PARA QUÉ– A VISITAR EL CLUB SOCIAL MIRAFLORES, ubicado frente a Larcomar. Creo que una tía celebraba allí su cumpleaños y pasé a saludarla, o más bien era un tío que festejaba su aniversario. No sé. Nada memorable, en todo caso. El tema es que ni bien crucé el pórtico tuve un flashback total que me dejó en blanco. No visitaba ese club desde hacía más de una década y –al pasar por la terraza principal– fue inevitable remover ciertos escombros de la memoria. Fui presa de uno de esos súbitos recuerdos que, al invadirte, no te dejan en paz hasta que los procesas, los deglutes y los tragas.

Debo explicar que cuando yo frisaba quince o dieciséis años era típico ir al Club Social Miraflores para los almuerzos del Día de la Madre o del Padre. Era como una de esas tradiciones familiares que hay que acatar sin hacer muchas preguntas.

Había incontables y enormes mesas dispuestas por toda la terraza. Familias enteras se apostaban allí y celebraban la fecha, siguiendo de cerca las incidencias del espectáculo ofrecido por el club, cuyo programa por lo general incluía a un conjunto criollo, un bolerista jubilado y unas comparsas de lo más folclóricas. Yo, la verdad, me aburría de lo lindo en esas comilonas interminables. No hablaba con nadie, no entendía nada, no le encontraba el chiste.

Después de tragar lo mejorcito del buffet, me repantigaba en la silla de plástico a ver morir la tarde. Si por ahí identificaba a alguna muchachita atractiva, me quedaba contemplándola mientras mi familia brindaba, recitaba y canturreaba los mismos cuatro o cinco valsecitos de toda la vida.

Una vez, sin embargo, ocurrió algo en el escenario que me sacó de mis silenciosas divagaciones enamoradizas. Es una escena que, por algún motivo, no he podido olvidar y que la otra tarde reconstruí en la cabeza de un sopetón.

Tocaban un tango y el animador –un señor panzón que falseaba su dejo argentino– invitó a una pareja de espontáneos a bailar. Yo sabía que mi papá y mi tía Carola, nacidos en Buenos Aires, eran eximios ejecutores del tango, pero jamás los había visto bailar juntos, menos aún delante de un auditorio tan nutrido como el que asistía a esos almuerzos.

Apenas los vi salir al frente, me hundí en la silla, con esa estúpida vergüenza ajena que tienen los adolescentes inseguros cuando sus papás o familiares están a punto de hacer el ridículo en público. Los imaginé resbalándose, despertando risas amortiguadas entre las mesas, y palidecí de inmediato. Me puse a mirar a todos lados como temiendo que alguien se diera cuenta de que ese señor gordito de bigote era mi papá y que esa señora de mirada chisposa y excéntrica cabellera blanca era mi tía. Lo que más me preocupaba, desde luego, era que las chiquillas atractivas me señalaran con un dedo y se burlaran de mí por el inminente papelón que mis parientes estaban a punto de hacer.

Apenas arrancó el tango, me cubrí los ojos y escabullí la cabeza bajo el mantel esperando lo peor. Los parlantes botaban la letra de Adiós muchachos, lo cual me pareció una señal del destino de lo más oportuna, considerando que eso era precisamente lo que yo quería decirles a todos los presentes: “adiós, muchachos, quiero irme de aquí antes de que sea demasiado tarde”.
Luego de unos segundos, entreabrí los dedos para espiar y con enorme sorpresa vi que todo el público estaba hipnotizado y boquiabierto (incluidas las chicas guapas). En el escenario, con las manos atrás, como si estuvieran esposados, con las frentes pegadas como siameses, mi papá y mi tía Carola se metían un tango brutal, perfecto, incestuoso de tan bien bailado.

Poco a poco fui saliendo de mi madriguera imaginaria para certificar el éxito del inesperado numerito. Ahí estaban los dos, mi papá, mi tía, batiéndose como en un arrabal milonguero: caderazo a la derecha, giro violento a la izquierda, doble apretón de cintura, sonrisita galante de él, pícara morisqueta de ella, dos pasitos atrás, uno adelante y un taconazo final como para terminar el show con un indiscutible sello de calidad. La cerrada ovación no se hizo esperar. La terraza ya no era la terraza, sino el mismísimo barrio de La Boca. La gente se puso de pie, mis tíos, desde la mesa, aplaudían y chiflaban como verdaderos barrabravas. Mi mamá y mi tía Lucrecia lloraban de la emoción. El club todo, en un minuto, se vino abajo.

En el estrado mi pobre papá agradecía sin poder respirar. El tango lo había dejado agitado, y sus pulmones de fumador empedernido estaban a un tris del colapso. Mi tía, en cambio, sonreía magníficamente y revoleaba una mano en el aire, como si acabara de ser coronada Reina de la Primavera.

A esas alturas, por supuesto, yo me había subido oportunamente al carro y lanzaba hurras y arengas de lo más aprovechadas y fanfarronas. De reojo, sin dejar de aplaudir, miraba a las chicas lindas de las demás mesas, como buscando que les quede claro –ahora sí– que los bailarines eran mis parientes.

Lo único que anhelaba era que sospecharan que quizá yo también poseía algo de ese talento coreográfico. Tal vez así, un día, alguna de ellas podría pedirme que le enseñe a bailar tango y me dejaría pegar mi cuerpo al suyo, estrecharle la cintura, cogerle la mano y darle un beso galante justo antes de meterle un pisotón.

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Crónica: «El último cruzado del retablo»

marzo 25, 2010

HACE UNOS AÑOS, EL ÚLTIMO GRAN MAESTRO DE LOS RETABLOS AYACUCHANOS SUFRIÓ UN DERRAME CEREBRAL. SU GENIO CREATIVO, SIN EMBARGO, SIGUE INTACTO.

Por: Fernando Cárdenas Frías

HA PASADO EL TIEMPO, Y JESÚS URBANO ROJAS SIGUE CREANDO,Y SOBRE TODO, RECORDANDO PARA INVENTAR ESCENAS QUE compongan sus retablos.
–Este es el diablo –dice el hombre. En la mesa hay un cuchillo y una cruz roja con dibujos de rosas blancas y el rostro de un Cristo con una corona de espinas. El maestro artesano Jesús Urbano Rojas, ochenta y cinco años, chompa azulgrana, polo rojo y pantalón gris, se ha detenido a observar lo que hay en la mesa de su taller como un inspector forense que examina un cadáver. Un ligero temblor involuntario no le permite controlar las articulaciones ni los movimientos de sus manos. Se acerca a la mesa.
–Este es el diablo –repite como si nadie lo hubiera oído. Observa la pequeña figura blanca con cuernos del tamaño de un muñeco que sostiene entre los dedos como un padre a un hijo. Después, levanta otras dos:
–Estos son sus demonios.
Un leve calor de mañana veraniega inunda la pequeña habitación de paredes amarillas. Hay un intenso olor a pintura fresca.
–Voy a representar la fiesta del diablo. Es el que tienta a los hombres y mujeres a pecar –dice como si alguien le exigiera una explicación–. Su objetivo es destruir el matrimonio.
Así es como Jesús Urbano, el último de los maestros artesanos de retablo, ese arte que consiste en retratar escenas cotidianas en un cajón de San Marcos, explica una de las escenas que tendrá el retablo que viene trabajando. Son las diez de la mañana, y en su taller, una habitación anexa a la sala de su casa, sólo se escucha su voz entrecortada que dice que allí trabaja todos los días las figuras que componen los diferentes escenarios que tienen sus inmensos retablos, tan fuera de lo común. Porque lo común es ver retablos pequeños, como para adornar la sala de una casa. Lo de Urbano Rojas, por el contrario, es un asunto de diferentes proporciones: sus retablos tienen el tamaño de un niño de ocho años y una diversa cantidad de escenas y personajes como para poblar una película. Quien los ve puede sentir ese delirio de creerse un dios –o un apu– que observa desde las alturas.

ALTURAS.
La casa de Jesús Urbano Rojas queda en las alturas de Huampaní, un pueblo de Chaclacayo que todos los días se despierta frente al río Rimac y la carretera central, y que parece tener la vista privilegiada de un gigante. Desde cualquier ventana de la casa, los carros que transitan la autopista se ven tan pequeños que parecen juguetes veloces, tan diminutos a la distancia como las figuras de un retablo. Allí vive desde hace veintidós años, donde se estableció lejos de la violencia del terrorismo –que le quitó a uno de sus hijos–, y lejos de su natal Huanta, Ayacucho, donde nació, y de Huamanga, también en Ayacucho, donde empezó su historia.

Aprendiz suertudo de Joaquín López Antay, el máximo representante del retablo ayacuchano –un día, sin trabajo, se encontró con un señor a quien le regalaba tallos de rosas cuando era jardinero, López Antay, quien le negó su pedido para que le enseñara su arte, pero gracias a la buena disposición de su esposa fue aceptado como ayudante–.

Urbano Rojas tiene la obstinación de representar y combinar elementos de la religión católica, como los santos y las escenas navideñas, con la cosmovisión andina. Quizás, por ello, lo primero que se le viene a la cabeza cuando uno le pregunta por la obra que más recuerda sea la de unos danzantes de tijeras, de casi un metro de altura, que presentó en un concurso de artesanía en 1950, cuando tenía veintiséis años, y que superó al de su maestro.

Ahora, vuelve a colocar a las figuras en la mesa, y cruza el umbral de la puerta y entra a la sala de la casa. Es momento de las fotografías. Allí hay cuatro retablos inmensos, del tamaño de un niño de ocho años. Están sobre una mesa como si se tratara de una exposición. En realidad, los ha trabajado bajo pedido para una muestra en un museo de México, comenta mientras avanza por la sala. En la pared, hay dos fotos grandes, de cuando fue condecorado con la Orden del Sol en grado de Caballero y declarado Doctor Honoris Causa por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

Con pasos cortos se coloca alrededor de sus retablos. Jesús Urbano Rojas parece un niño gigante entre gigantes casas de muñecos. Los retablos le han tomado un trabajo de aproximadamente seis meses cada uno. En ellos hay escenas de la fiesta del tirajarro, o de los sacristanes siendo llevados a la celebración del pueblo, o de la cosecha de la tuna, o de un enfermo en plena sesión de curación.

–Yo mantengo la originalidad de mis retablos con lo que guardo en mi cerebro –dice.

Y lo que guarda en su cerebro es un mapa de recuerdos que no son pasajeros. Viajero inagotable y empedernido, ha paseado de provincia en provincia y ha captado lo que representaba a cada pueblo, cada canto, cada instrumento, cada leyenda, cada tradición. Sin embargo, la obra máxima de Urbano Rojas no parece ser un retablo de medidas extra grandes, sino su memoria de librero. Su oficio es el de artesano creativo, pero su verdadera vocación no es la de inventar, sino la de recordar. En sus palabras todo es un relato para contar. Pero más que vivir atrapado en el pasado y desempeñarse como gaceta histórica a tiempo completo, la obsesión por recordar su obra (de vida) es un pretexto para difundir (y defender) la artesanía. «Si no hubiera sido por mi, la escuela de Ayacucho hubiera desaparecido», alega con el tono de un profesor severo, alzando la voz y golpeándose el pecho. Por ahora, esa es la labor que desempeña: comparte su talento con un grupo de niños de Huampaní. «La enseñanza es para mí como una terapia de recuperación. Los alumnos con los que trabajo en mi casa me alegran la vida», dijo alguna vez.

Minutos antes de despedirse, Urbano Rojas lanza un único y último pedido. «Yo soy un Patrimonio de la Nación, y estoy vivo».

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Atractivos Ocultos: «New York, New York»

marzo 25, 2010

Por: Fabiola Noriega

Es la capital del mundo, la ciudad que nunca duerme y donde se juntaron perro, pericote y gato para crear eso que algunos llaman “el sueño americano”. Esta ciudad vibra en cada esquina.
¿Te atreves a darle un buen mordisco a la Gran Manzana?

ME PARECIÓ VER UN LINDO CHANCHITO…
La efigie de un dignísimo puerco en miniatura decora la fachada de lo que parece ser una típica taberna neoyorquina.
Claro, de no ser por la enorme cola de gente que se muere por entrar y porque, bueno, en realidad no es una taberna, sino The Spotted Pig.
Este local, ubicado en el West Village desde el 2004, inició en la ciudad que nunca duerme la tendencia de los “gastropubs”, es decir, una interesante y chic mezcla de bar de barrio con comida gourmet. Ahí cualquier hijo de vecino puede toparse una noche de viernes con Scarlett Johanson o sentarse al lado de Jay-Z, Bono y Bill Clinton, mientras la chef April Bloomfield prepara sus deliciosos gnudi –algo así como unos ñoquis de ricotta- o su archifamosa hamburguesa de ocho libras con queso roquefort, considerada una de las mejores de la isla. Cuesta 17 dólares, pero como sentenciara el crítico gastronómico del New York Magazine, es una experiencia “épica”.
Si quieres evitarte la larga espera –de 8 p.m. a 10 p.m. es virtualmente imposible entrar- pero no quieres dejar de conocerlo, ve a la hora de almuerzo. Dirección: 314 W. 11th Street, West Village.

LOCA POR LAS COMPRAS
Sí, tienes que armarte de paciencia, tener nervios de acero y estar lo suficientemente decidida a luchar contra una horda de mujeres enloquecidas que también quieren llevarse esa faldita Prada con el 70% -sí, 70%- de descuento. Sí, sí y sí. Pero por Dios, vale la pena: toda la mercadería de los almacenes Century 21 –ropa de diseñador, maquillaje y accesorios- tiene descuentos que no bajan del 40%.
Ubicada frente al Ground Zero, esta tienda fue uno de los edificios más dañados por el atentado del 11 de setiembre del 2001. Sin embargo, tras varios meses y muchos millones de dólares, Century 21 reabrió sus puertas para beneplácito de salivantes shoppahólicas y amantes de la moda por igual. ¿Por qué nos encanta? Aparte de lo obvio –cosas preciosas a precios irresistibles- tiene una selección de zapatos que haría llorar a Carrie Bradshaw de la emoción. El horario de atención de esta joyita neoyorkina varía entre días, pero si vas entre las 11 a.m y las 8 p.m la encontrarás siempre abierta. Dirección: 22 Cortlandt Street, Financial District.

ZONA LIBERADA
¿Qué tienen en común cinco mil personas luchando cuerpo a cuerpo sobre Wall Street con almohadas, una batalla de burbujas en Times Square y una guerra civil de marshmallows en Brooklyn? Bueno, eso habría que preguntárselo a Lori Kufner y Kevin Bracken, los jóvenes promotores de Newmindspace, colectivo que desde el 2005 toma las calles de Nueva York y las convierte en zona liberada.
Según sus creadores, todo ese despelote no es más que la manifestación del movimiento Urban Playground (“patio urbano”), que busca que estos eventos sean parte significativa de la cultura popular en las grandes ciudades. Aún no sabemos si lo lograrán, pero algo sí es seguro: sus propuestas son divertidísimas, gratuitas y cada vez más ciudades las replican.
¿Su última gracia? Una convención de Papá Noeles, la SantaCon.
Dirección: http://www.newmindspace.com

JUGUEMOS EN EL BOSQUE
¿Cliché? Quizá. ¿Vale la pena? Definitivamente: si te vas de Nueva York sin conocer el Central Park, te habrás perdido de una de las mejores experiencias de la Gran Manzana.
Diseñado a mediados del siglo XIX, este ícono de 843 acres –casi el doble del principado de Mónaco- alberga lagos, amplios bosques, un zoológico, canchas deportivas, castillos, fuentes, un hermoso carrusel (¡subirse cuesta sólo US$1.50!) y cerca de 300 especies animales, entre otras perlas. Además, es punto de numerosos espectáculos deportivos –ahí termina la famosa maratón de NY-, teatrales –como el festival Shakespeare in the Park- y musicales que van desde megaconciertos, óperas y presentaciones de la Filarmónica de la ciudad.
Si ya te convencimos de visitarlo, te recomendamos que empieces temprano, cuando todavía no hay mucha gente y uno puede disfrutarlo con el café mañanero. Entra por la Quinta Avenida –es decir, diagonalmente desde el Hotel Plaza- y sigue hasta el centro del parque. Así podrás ver algunos de los atractivos principales y, con un poco de suerte, a Lola y Pale Male, la famosa pareja de águilas que ahí habita.

¿LA GRAN CEBOLLA?
Palabra de experto: La Gran Cebolla es una de las mejores maneras de conocer La Gran Manzana. Pero, un segundo… ¿no son ellos los que decían que para conocer la verdadera esencia de una ciudad jamás debes tomar un tour? ¿No juraban que la mayoría de visitas guiadas suelen ser una estafa, que están llenas de gente a la que sólo le interesa tomar fotos compulsivamente y que nunca se aprende nada? Pues sí (y no se retractan), pero con The Big Onion, hasta los más pesaditos hacen una excepción.
Con sus informados e interesantes paseos, los dueños de esta empresa turística ofrecen una muy buena alternativa a aquellos interesados en cada uno de los asombrosos aspectos de la historia neoyorkina. ¿Que eres fanático del locazo de Bill “El Carnicero” Poole? Pues entonces toma el tour oficial de Pandillas de Nueva York y conocerás los Cinco Puntos y el Callejón de los Asesinos (Murderers Alley), mientras te cuentan la historia en la que se basó Scorsese para hacer esta película. ¿Prefieres conocer un poco más de la diversidad gastronómica de la ciudad? Entonces toma el Original Multi-Ethnic Eating Tour y se parte de un delicioso paseo que une las cocinas del East Side Judío, Little Italy y Chinatown, pasando por la culinaria dominicana y de Europa del Este. ¿Qué te asombra el puente de Brooklyn? No eres el único, y por eso los Cebolla tienen disponible una visita a esta famosa maravilla arquitectónica, donde te contarán la dramática historia de cómo fue construido, además de pasearte por el precioso Brooklyn Heights, vecindario de Truman Capote, Walt Whitman y Arthur Miller.
Su menú turístico es variado –tienen 28 tours por toda la ciudad-, bastante económico -US$15 (adultos) y US$ 12 (estudiantes y mayores de 63 años)- y sobre todo, libre: simplemente llegas al lugar que indica su página web a la hora convenida (en punto, por favor, que son súper puntuales) y listo.
Dirección: http://www.bigonion.com

¿Y TÚ, QUÉ RECOMIENDAS?

CON “B” DE BARATO. Si te mueres por ir a ver un show en Broadway pero no tienes el dineral que cuesta la entrada, no desesperes: ubica un puestito de TKTS y consíguela hasta por la mitad de su precio (claro, si no te importa esperar de pie mientras avanza la cola). Están en el Times Square Center, Brooklyn y South Street Seaport. Por: Diego Roeder

LA VIDA DA MUCHAS VUELTAS. No te pierdas el buffet cena en el último piso del hotel Marriott en Times Square. La gracia es que todo el piso gira (menos el centro, donde está la comida). Una de las mejores vistas de la ciudad, en 360°. Por: Jim Rengifo

PARA LOS AMANTES DEL JAZZ. La casa del gran Louis Armstrong, en el Bronx. Hay parlantes a lo largo de la casa donde se escucha la trompeta de Satchmo ensayando o su propia voz. Por: María Cecilia Ipince

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Palabras Mayores: «Los Miles»

marzo 25, 2010

Daniel Alarcón forma parte de la nueva generación de escritores peruanos que destaca a nivel internacional por su sorprendente madurez narrativa. Es autor de los libros “Guerra a la luz de las velas”, “Radio ciudad perdida” y “El rey está por encima del pueblo”, y de este último, gracias a Editorial Planeta, extraemos el cuento “Los Miles”.

NO HUBO LUNA AQUELLA PRIMERA NOCHE, Y LA PASAMOS HACIENDO LO MISMO QUE DURANTE EL DÍA: trabajar. Sus padres y madres han sobrevivido siempre gracias a la fuerza de sus brazos. Llegamos en camiones y despejamos el terreno de rocas y escombros. Trabajamos iluminados por las pálidas luces de los faros, y por su textura, olor y sabor supimos de inmediato que la tierra era buena. En este lugar criamos a nuestros hijos. En este lugar construiríamos nuestras vidas. Entiendan que hasta hace poco tiempo aquí no había nada. La tierra no tenía dueño, ni siquiera un nombre. Aquella primera noche la oscuridad que nos rodeaba parecía infinita, y mentiría si dijera que no teníamos miedo. Otros lo habían intentado antes y habían fracasado –en otros distritos, en otras tierras baldías–. Algunos cantábamos para mantenernos despiertos. Otros rezaban pidiendo fortaleza al cielo. Estábamos en una carrera, y todos lo sabíamos. La ley era muy clara: aunque lo que estábamos haciendo técnicamente no era legal, el gobierno no estaba autorizado a demoler viviendas.
Teníamos solo hasta la mañana para construirlas.
Las horas pasaban, y hacia el amanecer nuestro avance era innegable. Con un poco de imaginación se podía distinguir los contornos básicos de aquello que se convertiría en nuestro hogar. Había carpas hechas con lona y palos. Esteras de carrizo entrelazado que sostenían techos de sacos de arroz cosidos, y trozos de cartón prensado apoyados contra desvalijadas capotas de automóviles viejos. Habíamos pasado meses recolectando todo lo que la ciudad desechaba, preparándonos para esa primera noche. Trabajamos sin descanso, y, por si acaso, dedicamos las últimas horas de la larga noche a dibujar calles sobre el terreno, apenas unas líneas trazadas con tiza, pero imagínenselo, solo imagínenselo… Nosotros, y nadie más que nosotros, ya podíamos verlas –las avenidas que estos trazos ya anunciaban–. Al llegar la mañana todo estaba ahí, un conjunto destartalado de cachivaches y remiendos, y no pudimos dejar de sentirnos orgullosos. Cuando finalmente decidimos descansar, nos dimos cuenta de que hacía frío, y en la suave pendiente de la colina se encendieron docenas de fogatas. Nos calentamos reconfortados por ellas, por las tantas caras conocidas que nos acompañaban, por la tierra que habíamos elegido. La mañana era pálida, el cielo límpido y despejado. Qué bonito, dijimos, y es verdad, las montañas se veían muy hermosas
aquel día.
Y aún lo son. El gobierno llegó antes del mediodía, y no supo cómo desalojarnos. Encendieron sus máquinas, y todos nos abrazamos formando un círculo alrededor de la que habíamos construido. No nos movimos. Son nuestros hogares, dijimos, y el gobierno se rascó desconcertado su afiebrada cabeza. Nunca había visto casas como las nuestras –construcciones de alambre y calamina–. Bajó de sus máquinas a inspeccionar estas obras de arte.
Nosotros le mostramos lo que habíamos construido, y después de un tiempo el gobierno se marchó. Pueden quedarse con estas tierras, nos dijo. De todos modos no la queremos.
Los periódicos se preguntaban de dónde habían salido tantos miles de personas. Cómo lo habíamos logrado. Y luego la radio comenzó hacerse las mismas preguntas, y la televisión envió sus cámaras, y poco a poco pudimos contar nuestra historia. Pero no toda. Una buena parte nos la guardamos sólo para nosotros, para ustedes, nuestros hijos, como las letras de nuestras canciones y el contenido de nuestras plegarias. En cierta ocasión, el gobierno quiso contar cuántos éramos, pero no pasó mucho antes de que alguien se diera cuenta de que hacerlo era una tarea imposible. Cuando trazaron los nuevos mapas de la ciudad, en el espacio originalmente en blanco hacia extremo noreste, los cartógrafos escribieron Los Miles. Nos gustó mucho el nombre, porque nuestro número es lo único que siempre hemos tenido. Hoy, por supuesto, somos muchos más.

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Reportaje: «Equipo tierra al rescate»

marzo 24, 2010

De cómo salvar el planeta y cuanto necesita ser salvado

Por: Daniel Goya

No necesitas súper poderes, ni traje, ni antifaz ni capa. Salvar al mundo puede ser la tarea más simple pero también la más importante y trascendental. Nos ha tocado vivir el cambio y nuestro futuro dependerá de lo que hagamos. El planeta nos necesita. Te necesita.

Salvar al mundo. En serio, salvarlo. Evitar que sufra un daño irreparable. Oponerse al desastre y al horror. Salvar el planeta, salvarnos a nosotros mismos. Estamos en un punto de quiebre y antes de terminar quebrados debemos poner manos a la obra. No se trata de si es “cool” o está de moda hablar del cambio climático. Se trata de respirar mejor o peor, se trata de seres vivos sin hogar ni alimento, se trata del próximo mes o del próximo año, de nuestros hijos y no tenemos tiempo para ensayar o dudar.
Seguro mientras lees esto sabes que dejaste tu televisor prendido. O quizás, no recuerdas bien si dejaste la luz de tu cuarto encendida o apagada. Es cambiar un estilo de vida, pero vivir en un planeta que agoniza es mucho más complicado. Se calcula cada persona, es decir tú, que lees ahora mientras tomas tu café, eres capaz de emitir nueve toneladas de CO2, la principal causa del calentamiento global. Según estadísticas del Consejo Nacional del Medio Ambiente, para resarcir el daño que tú y yo causamos, cada uno debería plantar seis árboles y utilizar 181 focos ahorradores en lugar de los normales. Entonces, creo que estamos de acuerdo con que es mejor prevenir en lugar de tratar de solucionar.
¿Salvar al mundo? Claro, seguro piensas en Spiderman trepando paredes o en Batman con todos sus millones en tecnología. Nadie pide que esquives una bala o atrapes al pingüino que seguramente ya no tendrá hogar porque se derritió el polo. Lo mínimo y primero que debemos hacer es indignarnos. Nuestros líderes se tomaron muy lindas fotos en Copenhague, salieron en todos los diarios y revistas pero de soluciones no hemos visto nada. Ellos deberían hacer algo, por su puesto. ¿Lo están haciendo? No. ¿Podemos esperar a que se animen? Por supuesto que no. Entonces. Si Bruce Wayne descubrió que a veces la ley no es suficiente, si Peter Parker entendió que los líderes no pueden hacerlo solos, nosotros tenemos que hacer valer nuestra conciencia.
Ya no hay excusa. Nadie podrá decir que no estaba advertido. Ninguno de nosotros podrá argumentar que no había pruebas. Será imposible sostener que todo parecía natural y era improbable determinar lo que ocurriría. La información está. La alarma está. Los llamados, las campañas, las voces, el pedido de ayuda, todos ellos están. ¿Cuánto más necesitamos para hacer algo? Cuando a Mahatma Gandhi, luego de la independencia de Inglaterra, se le preguntó si el modelo inglés podía ser aplicado en su país para el desarrollo industrial, él respondió: “Para lograr su prosperidad, los ingleses usaron la mitad de los recursos de todo el planeta ¿cuántos planetas se necesitarían para que la India logre su desarrollo?”

Los números no mienten
Cuando hablamos de números hablamos de algo fijo, irrefutable, incuestionable. Nunca decimos que uno más uno podría ser dos. Siempre lo es. Es por eso que tener algunas cifras de lo que está pasando y de lo que pasaría, si no hacemos algo, es más que necesario. Por ejemplo, saber que el nivel del mar podría subir siete metros, producto del descongelamiento de Groenlandia, en los próximos años es algo para tomar en cuenta. O, tal vez saber que cada año desaparece 1,8 millones de hectáreas de la selva amazónica, que genera, a su vez, 250 millones de toneladas de carbono debido al proceso de tala de árboles. Por si fuera poco, un estudio realizado por un grupo de defensa del medio ambiente llamado Global Footprint Network, asegura que la tierra necesita 18 meses para recuperarse de todo el daño que la humanidad causa en solo un año. Eso significa que cada dos años le quitamos un año de vida a nuestro hogar.
Si eso no es suficiente, te contaré que en los últimos diez años, el impacto del consumo del hombre sobre la naturaleza aumentó en 22 por ciento. Y, si en 1961 todos los seres vivos utilizábamos poco más del 50 por ciento de la biocapacidad de nuestro planeta. Hoy por hoy, esa cifra se ha elevado al 80 por ciento. ¿Quieres esperar a que lleguemos a 99.9 para hacer algo?
Un estudio realizado el año pasado asegura que si el consumo de la humanidad se congelara, es decir que no consumiéramos más ni menos, solo lo mismo hasta hoy. No faltará mucho para que llegue el momento en que necesitemos dos planetas para que puedan soportar el ritmo de vida de los humanos.

¿Qué podemos hacer?
Usa más tu bicicleta o tus pies para trasladarte. No dejes tu televisor prendido y usa solo la energía que necesites en cada momento. Cepíllate usando un vaso de agua y cierra la ducha cuando te enjabones. Trata de usar gas natural en tu auto y evita el aire acondicionado cada vez que puedas. Recicla el papel y el vidrio. Imprime textos en ambas caras de tus hojas y solo cuando sea absolutamente necesario. Una vez que cumplas con esto todavía te faltará algo mucho más importante: convence a tu entorno de hacerlo también. Habla con ellos, diles lo que pasa e insiste hasta que te hagan caso. No será fácil. Pero estarás salvando el plantea.
Además de lo que todos debemos hacer en nuestra vida diaria para proteger y cuidar nuestro hogar azul, existen formas más especializadas si te interesa verdaderamente cambiar el mundo para bien. La primera, si te interesa ser ingeniero, es que averigües un poco sobre las nuevas formas de generación de energía limpia y reusable. Son los ingenieros los que tienen la tarea de darnos nuevas formas de que el planeta funcione sin petróleo. Imagínate descubriendo una manera en que todos podamos vivir mejor y sin contaminar. También está la energía eólica, que utiliza el aire como motor de movimiento. Las posibilidades están allí.
Para los que les interese las letras, el derecho ambiental es una carrera que va en aumento, sobre todo porque todavía existen empresas que se rehúsan a adecuar sus procedimientos de manera legal y limpia. Los chicos malos están allí y tú puedes perseguirlos. Ser abogado ambientalista es una vocación por sí misma. No harás demandas de divorcios o rentas o defenderás gente de dudosa reputación. Tu trabajo será hacer que una súper compañía no le robe la vida al río de una comunidad indígena, o contamine el agua de toda una ciudad. Salvarás vidas. ¿Erin Brockovich? Hizo mucho y ni si quiera era abogada. Imagínate lo que puedes lograr.
Nos ha tocado existir en un momento crucial en la historia de la humanidad. No es mala suerte, aunque algunos podrían verlo de esa manera. No lamentemos lo que nos pasa, veámoslo como la gran oportunidad de trascender. Podemos ser recordados como la generación que logró imponerse al miedo, al caos y la destrucción, lo que sucumbió sin mover un músculo. A partir de hoy, cada decisión, por pequeña que sea, cambiará el mundo para bien o para mal. No lo olvides.

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Atractivos Ocultos: Sao Pulo Infinito

marzo 24, 2010

Por: Fabiola Noriega.

Calles surcadas por 19 millones de personas, negocios que empiezan con el día y no terminan al caer la noche y una vida cultural efervescente. ¿Será por eso que los brasileños le dicen a Sao Paulo la ciudad que no puede parar?
Sao Paulo es Sampa, y Sampa el título de la canción con que Caetano Veloso –músico insigne y paulista honorario- inmortalizó la belleza de una ciudad a la que uno aprende muy rápido a llamar “realidad”. Acá, unos cuantos datos de esta imprescindible megaciudad.

¡Arigato, garoto!
Según las estadísticas, en Sao Paulo se consumen unas 16,800 piezas de sushi todos los días. ¿Sorprendente? Solo si no sabes la enorme influencia que tiene la cultura japonesa en este estado, hogar de unos 112, 500 hijos del imperio del sol. Si ya lo sabías pero quieres verlo de cerquita, no dejes de ir al Liberdade, el interesante barrio japonés de la ciudad. Con sus calles decoradas por tradicionales faroles suzuranto, este paseo comienza en la plaza Liberdade, donde cada sábado y domingo se realiza una divertida feria de artesanía, productos tradicionales y comida japonesa. De ahí puedes continuar por la calle Galvão Bueno, donde podrás ver el monumental portal Toori y el Jardim Oriental. ¿Te dio sed? Entonces entra a una de las tienditas de la zona y refréscate con un delicioso –y muy de moda- helado cuadrado de melón o, si tienes espíritu aventurero, con uno sabor a frejol. Ya que estás ahí, no dejes de visitar los demás negocios de la colonia, como el Tenman-Ya (no hay lugar mejor si se busca vajilla japonesa de calidad), el Mini Kimono (por si tienes alma de geisha y te provoca comprarte un kimono), el Marukai (en este supermercado te sentirás como si estuvieras en pleno Tokio) o el Ikesaki (donde podrás encontrar productos de higiene y belleza a precios imbatibles). Si se te ocurrió visitar la ciudad en julio, te ganaste, pues serás testigo del Tanabata Matsuri o Festival de las Estrellas, donde podrás enviar tu mensaje a los dioses vía caña de bambú y brindar con sake. ¡Kampai!

Placeres Carnales
Abre tu boca lo más que puedas y ahora imagínate una torre del más delicioso jamón italiano que hayas probado, abrazado amorosamente por dos rebanadas de crocante pan francés. Si se te hizo agua a la boca, déjanos decirte que no estás solo: comerse un sanduíche de mortadela en el Mercado Municipal es uno de los placeres insustituibles de la vida paulistana. Llega temprano –recomendamos saltarse el desayuno-, aprovecha para recorrer los puestos de fruta exótica y disfrutar la hermosa arquitectura art nouveau del edificio y más o menos como al mediodía, dirígete a uno de los tradicionales bares del mercado. Si no tienes prisa –la cola para hacer el pedido es realmente larga-, te recomendamos el Bar do Mané, donde además de probar el famoso sanduíche podrás ordenar un típico pastel de bacalao (que en realidad no es pastel, sino algo así como una empanada) y un enorme choppe de cerveza bien helada. Si después de eso aún puedes caminar, no dejes de subir a la Torre do Banespa, donde tendrás una vista panorámica de la ciudad en 360°. Toma las escaleras: después de todo lo que comiste, tu balanza te lo agradecerá.

Mercado Municipal
Abierto todos los días
Rua da Cantareira 306

Torre do Banespa (Edificio Altino Arantes)
Atención de lunes a viernes (ingreso gratuito con documento de identidad)
Rua Joao Brícola

Año nuevo en la Paulista
¿Quién dijo que sólo los cariocas saben celebrar? Pisándole los talones a los festejos playeros de Copacabana, el réveillon de la avenida Paulista congrega cada 31 de diciembre a cientos de miles con ganas de darle la bienvenida al nuevo año.
Si eres feliz entre gente cuyo único propósito en la vida –o bueno, por lo menos esa noche- es bailar, beber y gozar como si no hubiera un mañana, entonces no lo dudes. El espectáculo empieza bastante temprano –a las 8 de la noche el primer artista invitado ya está cantando y las chelas inaugurales hace rato que se acabaron-, así que trata de llegar a una hora prudente. Luego, harto rock, MPB, samba, a medianoche un espectáculo de fuegos artificiales que dura sus buenos 15 minutos, y más samba, cortesía de las autoridades de la ciudad. La fiestita dura hasta las 2:30 del día siguiente, más o menos cuando sientes que tus piernas ya no te responden. Los caseritos ya saben que lo mejor es usar el metro – ese día funcionan las estaciones Paraíso, Brigadeiro, Consolaçao y Clínicas de la línea 2- y los más sapos compran su boleto de regreso con anticipación para evitarse la enorme cola que se forma una vez terminada la fiesta. Avisado estás.

Avenida Paulista
Entrada libre

Pruébese sin compromiso
Sao Paulo es la meca de la moda por este lado del continente y quien diga lo contrario es porque no ha oído hablar de la Sao Paulo Fashion Weekend, ese fabuloso evento que lanzó la carrera de Gisele Bündchen a la estratósfera, mostró por primera vez los provocadores bikinis de Rosa Chá al mundo e hizo de las Havaianas un ícono. Siendo así las cosas, ¿cómo irse de Sampa sin un trapito que alegre nuestro ropero?
Porque tú lo pediste y porque “hay colores y tallas” (pero sobre todo precios), acá una selección de lugares a visitar si lo que quieres es ropa y más ropa:
• Rua 25 de Março. Esta calle -y sitios aledaños- es el equivalente paulista de Gamarra: precios sin competencia, un millón de compradores al día y mucha variedad. Si quieres visitarla te recomendamos tener mucha paciencia y bastante cuidado.
• Rua Jose Paulino. Situado en el barrio de Bom Retiro, también congrega multitudes –se calcula que atrae a unos 70 mil compradores cada día-, pero ahí encontrarás prendas de mejor calidad. Un detalle: el único día de venta al por menor (varejo) es el sábado.
• Rua Oscar Freire. Si hubiera que describirla con una palabra, esta sería “lujo”. Miembro permanente del top ten de las calles más exclusivas a nivel mundial, la Freire –junto con la calle Haddock Lobo- luce las vitrinas de tiendas como Diesel, La Perla, H.Stern, Louis Vuitton y Christian Dior, por citar unas cuantas. Está súper cerca de la avenida Paulista y definitivamente vale la pena pasear por ahí (aunque no tengas ni para comprar un botón). Ojo: la parte chic está entre las avenidas 9 de Julho y Rebouças.

El Jardín de Oscar
Los neoyorquinos tienen el Central Park, los parisinos el Bois de Boulogne y los londinenses el Hyde Park. ¿Y los paulistas? Pues ni más ni menos que el Parque do Ibirapuera, pulmón de la ciudad y escenario de representativas obras del genial arquitecto Oscar Niemeyer. Inaugurado para conmemorar el aniversario 400 de la ciudad, este parque cubre un área de 1,584 kilómetros cuadrados llenos de vegetación, 200 tipos de aves, tres lagos artificiales, se extiende entre cinco barrios, y alberga construcciones como el Museo de Arte Contemporáneo de Sao Paulo, el Auditorio Ibirapuera y el impresionante edificio de la Bienal de Arte, evento que se celebrará este año en el mes de octubre. Por cierto, el Ibirapuera le quedó tan bien al tal Niemeyer que dos años más tarde le dieron otro encarguito: Brasilia.

Parque do Ibirapuera
Entre las avenidas Vinte Tres de Maio, Quarto Centenário, República do Líbano y Pedro Álvares Cabral
Entrada libre

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Por mi gran culpa: «La guata asustada»

marzo 23, 2010

"La guata asustada"

Por Renato Cisneros
Ilustración: Robotv

Estoy en una casa de playa escribiendo esto. Es fin de semana. Enero del 2010. Todavía me cuesta escribir dos mil diez. No hay nada de sol. Me da lata estar aquí y que el cielo parezca una lámina de cemento mal pulido. No es la idea de verano que uno regularmente se hace. Por las puras me compré bronceador y lentes oscuros, pienso. Por otro lado, sin embargo, me alivia que el día esté nublado, así evito pasar un mal momento como el de ayer.
Ayer, después de mucho tiempo, tuve vergüenza de quitarme el polo en la playa. Había un sol terrible, fortísimo, y mientras me desvestía e iba exponiendo mi epidermis me acechó un repentino y creciente sentimiento de culpa.
Lo resumiré de esta manera. Digamos que solo tuve una época realmente afanosa en el gimnasio. Años 94, 95. Eran afanes estacionales: cuatro, cinco meses, no más. Le metí duro a los fierros, las máquinas, las poleas. Los músculos se me hincharon lo suficiente como para no parecer el debilucho de toda la vida. Nunca tan grande, tampoco. Nada de aminoácidos, ni de pastillas, ni de dietas. Muchos abdominales, muchas mancuernas, algo de pecho. Solo eso. Estaba bien. Quizá no muy ‘agarrado’, pero sí libre de inspirar chapas como la de “camisa de ambulante” (porque no tiene caja).
La cosa es que –entre los 24 y los 30– abandoné la vida saludable por completo. Me mantenía con algo de planchas y algunas sentadillas en mi cuarto. Siempre a escondidas. Cada vez que se aproximaba el verano, intensificaba mis rutinas secretas. Nunca más volví al gimnasio. Mi contextura en general delgada y mis músculos alguna vez entrenados eran mi carta de garantía. Quizá no volvería a lucir tan bien, pero nunca tan mal. Nunca maceta, pero tampoco gordo, ni desfondado.
Así pensaba. Hasta ayer. Ayer me sentí patético, viejo, regordete, fofón. Me quité el polo bajo la sombrilla y sentí que alguien, desde algún lado, me clavaba una mirada de censura. Giré la cabeza y no noté que nadie estuviera examinándome. Capté que a lo mejor se trataba del ojo de mi conciencia que, desde lo más profundo de mí, me espiaba, lanzándome un comentario insensible tipo “ta qué fea la wata que te ha salido, jetón”.
Hacía tanto calor que no me atreví a ponerme el polo nuevamente. Habría sido muy evidente, además. Opté, simplemente, por desplegar mi humanidad sobre la toalla naranja y buscar una posición en la que mi cuerpo no sea confundido con el cadáver de un lobo marino varado por las aguas.
Así salvé la jornada playera: conversé, me reí, brindé, pero me mantuve inmóvil como una momia egipcia hasta que el sol se ocultó. Me picaban los pies por meterme un chapuzón con los demás, pero la sola imagen de mis rollos desbordándose como mondongos por los límites de mi ropa de baño me paralizó.
Cuando pasaba cerca de mí algún muchacho obeso, su atocinada silueta me daba un respiro, un alivio. “A lado de ese, soy un figurín”, me animaba, jactancioso. Pero cuando al segundo siguiente veía a una chica preciosa en bikini de la mano de un tipo con cuerpo de fisicoculturista, mi autoestima se congelaba. “Al lado de ese, soy un boliqueso”, me deprimía.
Al regreso de la playa, me encerré en el baño. Una vez a solas, me quité toda la ropa y, calato, me enfrenté al espejo. Fue un momento duro. Observé mi tórax, me sacudí un poco y mi barriga comenzó a moverse como una malagua gelatinosa. Levanté la vista y aprecié que mis antiguos y firmes pectorales habían sucumbido: ahora en su lugar había dos tetas ingrávidas, cansadas. Y mis bíceps –antaño venosos, marcados con las pesas–  apenas eran dos glándulas flácidas.
He comido demasiado en los últimos meses y no he hecho nada de ejercicio. Hace poco jugué fulbito y a los diez minutos me temblaban las piernas y mi pecho se contraía en silbidos espantosos.
En el departamento al que me mudaré próximamente hay un pequeño espacio donde podría caber un mini–gimnasio, pero no sé si sea buena idea adquirir uno: siempre se utilizan al inicio, pero con el paso de los meses se convierten en adornos inútiles, en enormes y aburridos juguetes oxidados.
Si alguna promesa secreta me reservo para este 2010, no es solo mudarme de casa. También quiero mudarme de cuerpo. Urgente.